LAS MONJAS

José Guadalajara

Segundo premio del VI CONCURSO DE RELATOS PÉREZ-TAYBILÍ

No parecían monjas, así que, como no lo parecían, no sabía si de verdad lo eran. Al desconocer sus nombres, yo mismo se los puse fijándome en su aspecto y analizando su personalidad: sor Magdalena, sor Escarcha y sor Pimienta.
Eran tres.

Del fondo del obrador, y a lo largo de un pasillo de película decimonónica, salían las palabras de una cuarta, pero aquella voz tan fina que rogaba un instante de atención era para mí puro anonimato. «Traedme los hojaldres a la cocina», solicitó. Tal vez hubiera podido llamarla sor Socorro o, más bien, a causa del tonillo agudo que se le desprendía de la garganta, sor Josefina.

El caso es que no parecían monjas. Cierto que vestían las tres como visten las monjas, dejando tan solo al descubierto unas manos casi blancas como de harina de soja y un rostro de óvalo enmarcado. Aquí radicaba precisamente la diferencia: yo había visto muchas veces monjas que sí lo eran, monjas verídicas cuyos rostros de piel sonrosada o agreste, incluso desprovistas del hábito, no me hubieran producido dudas de identificación. Monjas con caras inexcusables de monjas, con gafas de monjas y con cuerpos rechonchos o estirados de monjas que, bajo una sonrisa de guitarra meliflua o un gesto adusto, traslucían todo el catecismo y la doctrina oficial. Monjas de carne y hueso teológico.

Sin embargo, sor Magdalena, sor Escarcha y sor Pimienta carecían de los rasgos propios de la clásica apariencia monjil y comencé a verlas respectivamente como una abogada de oficio, una teleoperadora de Vodafone y una profesora de matemáticas. No necesité mucho tiempo para forjarme esta fidedigna representación, una vez que comenzaron a moverse con grácil desenvoltura entre los expositores y a darme explicaciones sobre los dulces caseros que preparaban en el obrador del convento.Había llegado a Lerma a eso de las diez y media. Una hora exquisita para tomarse el segundo desayuno y hacer algo de piernas tras haber permanecido anclado varias horas al asiento del coche. La mañana de septiembre era, en verdad, una mañana de septiembre. Las vistas horizontales desde el mirador de Los Arcos tenían ese aire taciturno y plácido tan propio del mes de septiembre, y los campos y las calles y los edificios antiguos, vestidos de un septiembre novísimo y casto, pausaban el espíritu contradictorio con el que había arrancado el motor de mi automóvil a las siete de la mañana. «Me voy», había dicho. Y me largué.

En el trayecto fui rumiando quimeras y certezas, aunando hilachas de un descosido que con los años había ido agrandando su circunferencia. Lo inescrutable, lo inevitable y lo postrero habían ido conformando en mí a un hombre sin aliento, necesitado de venganza.

En el patio del Parador, un espacio cuadrado cercado por arcos de medio punto y habilitado con cómodos sofás, me tomé un vino de Ribera del Duero y un montadito de jamón ibérico. Tuve tiempo de recrear lo que podría haber sido este palacio ducal en el siglo XVII cuando su propietario andaba de chanchullo en chanchullo entre Valladolid y Madrid a expensas del rey Felipe III. Salí echando humo a causa de la codicia de aquel especulador sin tasa, un aprovechado más de las arcas estatales. Di tres o cuatro caladas al purito Montecristo que me había agenciado y, herido por la rabia hacia aquel duque pendejo, lo tiré mientras atravesaba la Plaza Mayor en dirección al convento. Me extrañó que no tuviera en su vestíbulo uno de esos tornos característicos de la clausura conventual, que, a través de un muro, separan el funesto mundo del pecado, el demonio y la carne de la contemplativa espiritualidad de la oración y el cilicio.

Sor Magdalena, con quien me topé nada más entrar, era alta y altiva. A los pocos segundos de ponderarme las exquisitas magdalenas que hacían en el convento, yo ya le había adjudicado el nombre. Sor Magdalena, más que monja y confitera, parecía abogada. Si se hubiera quitado el hábito en ese instante para vestirse una toga, la habría tenido enseguida por la acérrima defensora de mis derechos laborales. Me dieron ganas de preguntarle qué hacía en ese lugar en vez de en las salesas, pero me contuve. Me pareció al mismo tiempo una mujer creativa que, de no ser abogada, bien podría haber sido diseñadora de alta costura. Era elegante, incluso hasta con las ropas claustrales.

Fue entonces cuando sor Escarcha le tomó el relevo al cazar en el aire un hilo de nuestra conversación mientras una mosca se le posaba en la punta de la nariz. Me pareció una estampa graciosa que me recordó no sé qué cuadro y un haiku del poeta Ricardo Virtanen: «Solo las moscas / no diferencian entre / muertos y vivos». La espantó con un ligero movimiento del dedo índice y, al abrir los labios, tuve la sensación de que se escapaba de ellos la voz estereotipada de una teleoperadora. La frialdad mecánica en la exposición de sus pensamientos me suscitó un deseo impetuoso de colgar mi atención hacia ella, como pasa cuando (suele ser a la hora de comer o si te da por meterte en el retrete a causa de un imprevisto retortijón) suena la insidiosa llamada del móvil, que a veces atiendo –en ocasiones ya con el papel higiénico en la mano– por si acaso se trata de un asunto importante que te reclama desde un teléfono desconocido. Sor Escarcha, con esa voz aprendida, elogió unas tartaletas de nata, crema y limón que «eran las especialidades del convento». Enseguida, con dos cajas de esas dulcerías entre las manos, me vi frente al mostrador, en donde, con una sonrisa benevolente, aunque algo aviesa, sor Pimienta sazonaba con cierta retórica metafísica mi acertada elección repostera. Con unas tijeras cortó un cordel para atar el envoltorio, que preparó con una gentil delicadeza. Sor Pimienta era una monja pizpireta, habladora y algo picante que, cuando fui a pagar el consumo, me dio una lección práctica de matemáticas. «Son veinticuatro euros, o, si lo prefiere, tres mil novecientas noventa y tres pesetas», me dijo con desparpajo.

No supe a qué venía esa extraña precisión, tan a deshora en los tiempos corrientes, pero me lo tomé como una broma simpática. «Es una habilidad con la que Nuestro Señor ha tenido a bien galardonarme», me aclaró sor Pimienta. No parecían monjas, así que, como no lo parecían, no sabía si de verdad lo eran. ¿Sería así la nueva hornada de monjas del siglo XXI? Hubo un momento en el que me parecieron las tres Gracias y a punto estuve de llamarlas Aglaya, Eufrosine y Talia, pero rehusé, porque no me atreví en mi fuero interno a asociarlas con la Castidad, Voluptuosidad y Belleza que representan estas tres diosas olímpicas. Detrás de sor Magdalena intuí más bien a una antigua compañera de trabajo; sor Escarcha me recordó a una prima hermana de Simancas por parte de madre mientras que sor Pimienta era tan parecida a mi esposa que casi la identifiqué con ella. Solo le sobraba una verruguita infame que tenía alojada en la aleta derecha de la nariz.

Con las cajitas de tartaletas en una bolsa, me despedí con un adiós dulce y amable, acomodado al contexto. Puse el primer pie en la calle todavía pensando en ellas; caminé cuesta arriba pensando en ellas; crucé la Plaza Mayor pensando en ellas y cerré la puerta del Audi, color negro como los hábitos monjiles, pensando otra vez en ellas. Arranqué el motor con un regusto de tartaleta de crema pastelera en el paladar. Pensaba en ellas.

Cuando ya había recorrido medio centenar de kilómetros, decidí dar la vuelta y regresar otra vez a Lerma. Tuve una corazonada. Como ya he referido, había salido esa mañana de mi casa sin dar explicaciones. Me fui, sin más. Tenía pensado disfrutar unas semanas en Gijón hasta que se me pasara la murria. Quizá las pleamares de la playa de San Lorenzo sirvieran también para reponer el caudal a la baja de mi ánimo.

Esa noche me alojé en el Parador. A las once y diez de la mañana me planté de nuevo en la tienda del convento. Sor Magdalena me reconoció y esbozó una sonrisa de amabilidad mientras conversaba con otra monja que no era ninguna de las otras. Al oírla hablar, me pareció que su voz era la misma que había salido el día anterior de la cocina pidiendo los hojaldres. Decidí llamarla sor Master Chef, aunque no lo fuera. «¿Le han gustado las tartaletas?», me preguntó sor Magdalena. Ponderé entonces la textura de la crema, el buqué confitero, el exquisito sabor, que, como en los buenos vinos, dejaba un retrogusto que iluminaba la bóveda entera del paladar, y aun los ojos, el tacto y los oídos. La hipérbole me salió redonda. Las caras de las dos monjas eran un poema bucólico. Mis versos gastronómicos les habían conmovido y noté cómo se esponjaban. «¿Quiere repetir la experiencia?», apuntó la monja abogada. «Sí, claro, me llevaré tres cajas». Su entusiasmo dejó al descubierto una dentadura perfectamente curva, casi tan sensual como la de Demi Moore en Ghost. Como obsequio, puso en mis manos una bolsa de mojicones artesanos. Volví al día siguiente, habituado ya al recorrido que unía mi habitación en el Parador con el despacho conventual. Deseché seguir mi viaje a Gijón y decidí pasar la semana en Lerma. Las cuatro monjas se habían acostumbrado ya a mi presencia mañanera. Al cabo de tres días, le pregunté a sor Pimienta por qué no se había hecho profesora de matemáticas. Me contó que había sido «la llamada» la que había forjado su destino en este mundo. Luego me replicó que qué hacía yo con tantas tartaletas, que si me las comía todas, que había que tener cuidado con tanto azúcar, que la vida pende de un hilo y que me lo decía por humanidad y caridad cristiana, aunque eso supusiera pérdidas de venta para el convento. Me tomé con agrado el comentario, aunque a la mañana siguiente cargué con otras tres cajas de tartaletas de pasta brisa y dos bolsas grandes de mojicones. Deseaba seguir contando con la benevolencia y confianza de las monjas.

A esas alturas de la semana, pasaba ya varias horas en su compañía. Llegué incluso a recomendar a los turistas y clientes los selectos productos artesanos del obrador, recreándome con texturas y sabores y ponderando la excelente materia prima con la que estaban elaborados. A una señora de Baviera, por ejemplo, le aseguré que las rodajas de naranja confitada semibañadas en chocolate tenían propiedades antioxidantes y antiinflamatorias. Y a un señor de Toledo, que en la conversación sacó a relucir su gusto por las aguas termales y los balnearios, le dije que nada mejor que las tartaletas con mermelada de arándanos para favorecer la digestión y tener la piel como un muchacho de quince años. Disfrutaba con esa camaradería social.

Luego, por la tarde, daba unos cuantos paseos por la ciudad, me sentaba frente a la casa de José Zorrilla a leer poemas y me retiraba, ya al anochecer, al palacio del duque de Lerma. En mi habitación elucubraba sobre mi pasado y la recóndita razón que me retenía anclado a ese convento. Después me dormía más o menos sereno y, en mis pensamientos, aparecía la imagen inconexa de mi mujer. Por la mañana volvería a recorrer el mismo itinerario para comprar dos cajas más de tartaletas de crema y nata y, si la ocasión lo propiciaba, dar tres o cuatro recomendaciones culinarias y terapéuticas a los turistas.

Un día, sor Magdalena, rompiendo su habitual discreción, me preguntó cómo me llamaba. Hasta entonces, tanto ella como las otras monjas, se habían dirigido a mí con un escueto «señor» muy respetuoso que se les caía con mucha delicadeza de los labios. Se me nubló de repente la vista, sentí un acaloramiento corporal y un latigazo de sombra en las sienes. A veces, preguntar el nombre puede ser el primer aviso para seguir internándose en la intimidad de una persona y desbrozar poco a poco sus pensamientos. «Yo tengo un tío carnal que se llama así», me soltó cuando le dije el mío. Desde ese momento, menudearon más preguntas y, una vez abierta la veda, el examen se convirtió en un test de cultura general sobre la vida doméstica y privada que yo camuflé con astucia. Ellas mismas se significaron. Se produjo así una completa «revisión historiográfica», y los nombres que me había inventado, sin duda más reales que los verdaderos, se convirtieron de un plumazo en sor Águeda, sor Aurora, sor Ángela y sor Avelina, aunque esta última, como casi siempre andaba entre el horno y los fogones, se quedó un tanto al margen de las hablillas cotidianas.

Esta familiaridad conventual tocó un día techo. Llevaba más de una semana y media en Lerma y empecé a darme cuenta de que no andaba descaminado con mis deducciones. Sor Magdalena, la abogada, me acribillaba a preguntas; sor Escarcha trataba de venderme sus ideales apostólicos como si fuera una teleoperadora; sor Pimienta me proponía incógnitas al cuadrado. De este modo, no tardé en caer en la cuenta de lo que me había temido desde el primer día en el que entré al obrador para comprar unas tartaletas de pasta brisa: «No parecían monjas, así que, como no lo parecían, no sabía si de verdad lo eran».
Y no lo eran.
Esta fue mi conclusión.

No se trataba tampoco de las tres Gracias, como había creído al principio, sino de las terribles Moiras, según fui sospechando. Así que deduje que sus verdaderos nombres no eran los de sor Águeda, sor Aurora y sor Ángela, sino los de Cloto, Láquesis y Átropos, y que todo lo demás era una sutil cobertura o hábil estratagema. Cualquiera que sepa algo de mitología clásica entenderá a qué me estoy refiriendo: «Los antiguos griegos creían que el hado de la persona estaba fijado desde el momento de su nacimiento, y que eran las Moiras, como personificaciones del destino, quienes lo decidían». Solo debía averiguar quién era realmente cada una de ellas, descubrir su identidad: un trabajo minucioso que me llevó su tiempo. Descarté de estas pesquisas a sor Avelina, una monja que no ofrecía singularidades llamativas, un caso aislado sin ninguna implicación.

A finales de semana, estaba convencido de mi decisión y fui yo el que empuñó las tijeras. Solo me interesaba una de las monjas, la más determinante de todas, así que, como cualquier otra mañana, atravesé la Plaza Mayor y me dirigí al convento. Entré tranquilamente al obrador, transmití los buenos días con normalidad y pedí una cajita de tartaletas de queso con mermelada de frutas. Sor Magdalena se extrañó. «Nunca las habías pedido de este sabor». Sor Escarcha me guiñó un ojo y me dijo lacónicamente: «La vida es mudanza constante. Yo ayer me cambié de compañía telefónica». Me acerqué al mostrador con un convencimiento absoluto. En vez de sacar la tarjeta bancaria para pagar, saqué las tijeras.
Sabía que Átropos, «la inexorable», era la Moira que cortaba el hilo de la vida y la que, llegada su hora, elegía el modo de acabar con cada persona seccionando la hebra con sus tijeras. Ahora, después de tantos días gestionando este asunto, la había identificado. Y, así, de ese modo, quise terminar con la tiranía de la muerte y marcar un hito solidario en la historia de la humanidad.

Por cierto, estoy seguro de que cuando la policía entre en mi confortable habitación del Parador descubrirá una montaña de cajas de tartaletas de todos los sabores dentro del armario. Soy alérgico a los dulces.

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