AMANECE, QUE NO ES MUCHO, SINO BASTANTE

José Guadalajara

Relato ganador del XLII Certamen Literario Internacional Castillo de San Fernando

Esta historia, por decirlo de alguna manera más o menos literaria, comenzó con el felpudo. El de Ikea –me refiero–, que nos advertía a diario frente a la puerta de entrada: «Bienvenido a la República independiente de mi casa».

Y todo fue cosa de mi hermana, la Sabia, que lo compró y que se tiraba el día ideando revoluciones. Tres semanas atrás, ya habíamos pasado por la Revolución del Fregadero, aunque poco antes habíamos sucumbido a la de Todo el Mundo se Hace la Cama. Fueron tiempos de tanteos. ¡Y de protestas! Hasta mi padre tuvo que renunciar a una parte de su totalitaria cuota de poder, a regañadientes, eso sí, y tras muchos intentos de remoloneo. Hubiera sido digna de una reseña su maña remetiendo la colcha de flores debajo de los bordes del colchón y su paciencia alisando los revoltosos pliegues de las sábanas.

Se puede decir que, a partir del icónico felpudo, se inició el Año cero en el ático de la Avenida de la Constitución, que es donde vivíamos entonces. Lo del felpudo fue la gota que desbordó el vaso de la insistente cruzada con que mi hermana nos perseguía a todos, pero lo cierto es que triunfó la revolución, y el felpudo se transformó casi en una bandera: una bandera extraña y áspera en donde todo el mundo se dejaba el barro de las suelas de los zapatos. Nada más atravesar la puerta, la frase impresa se te agarraba del brazo y accedía contigo al salón y las habitaciones.

Sea como fuere, mi madre se convirtió en presidente en el nuevo marco político y constitucional: contó para ello con el voto de Ángel, el pequeño; y, por supuesto, con el de mi hermana, pero no con el de mi abuela Acracia, que, a pesar de haber sido bautizada con este rarísimo y casi extinto nombre femenino, encarnaba, desde la mecedora donde hacía paños y cojines de ganchillo, el espíritu de las más rancias instituciones. Mi padre, en cambio, se abstuvo en la votación.

─Se dice presidenta, «Chulín». ¡Presidenta! ¡A ver si te enteras!¡Que ya está bien de tanto genérico! ─apostilló mi hermana, que izaba desde hacía un semestre el estandarte feminista y que no despegaba los labios sin el preceptivo «todas y todos».

Yo, vago redomado con los menesteres domésticos, voté con cierto pesar a favor del cambio. Me mostraba muy reticente a tener que meter los calcetines y los calzoncillos en la lavadora, tareas todas ellas que realizaba mi madre con resignación, pescándolos debajo de la cama de mi dormitorio como si fueran truchas o barbos en el fondo de un río. Desde siempre había sido un teórico de la igualdad, pero incapaz de llevar a la práctica mis propios postulados.

El caso es que en mi casa había caído la monarquía y se había proclamado la república. Mi padre depuso su corona hereditaria y aceptó su exilio involuntario. ¡El trabajo que le costó! Desde ahora, además de frecuentar el lavatorio de platos y perolas, y de contribuir al exterminio de los ácaros del polvo, tendría también que vérselas con la lavadora y limpiar y dar esplendor ─como el lema dieciochesco de la Academia Española─ a los cristales de las ventanas y las vitrinas del salón. Del perro ─Acapulco de nombre, por más señas─ me seguiría ocupando yo.

Foto Megan Watson

Con la presidencia honorífica de mi madre comenzó una nueva época. ¡Todos al arma!, parecía gritar cuando los sábados por la mañana se iniciaba el zafarrancho de combate. Entonces mi padre, entonando estrofas de El Fary, se enganchaba a la aspiradora y, en zapatillas de paño a cuadros, desfilaba por el pasillo y las habitaciones succionando los manojos de pelusas y las migas de pan de molde esparcidas por el suelo de la cocina. Mi madre, atenta a los rincones, casi siempre soltaba una frase lapidaria: «¡Federico, no has aspirado detrás de la puerta!». Federico García Azaña era mi padre.

En la nueva coyuntura político-social de mi casa, mi abuela Acracia suspiraba por la derrocada monarquía paterna y reprendía a mi madre por su exceso de celo.

─Hija mía, no lo agobies tanto al pobrecico, ¿dónde se ha visto que un hombre se tenga que planchar los pantalones?

Mi hermana, siempre reivindicativa, enseguida salía al quite enarbolando su bandera.

─Abuela, todas y todos tenemos los mismos deberes y derechos.

Ahí ya la abuela se disparaba y comenzaba a lanzar tiros a diestro y siniestro contra tanta modernidad y progresismo. Alguna bala cruzada en la refriega me alcanzaba también a mí, que me sentía herido de muerte por el impacto y, con la desazón galopante, me arrastraba por caminos polvorientos tratando de agarrarme a una respuesta contundente.

─Carlota, es que vosotros os pasáis tres pueblos.

─Querrás decir vosotras y vosotros.

Era lo justo para que empezara a actuar la artillería pesada. Los obuses de Carlota caían entonces a plomo sobre las arquitecturas de mis razonamientos para tratar de desmoronar cada una de mis palabras. Después venía la aviación con su bombardeo intensivo, la Luftwaffe en pleno acosándome con sus bombas incendiarias.

─¡Es que eres una feminazi del copón!

─¡Ah, sí! ¡Mira tú el machito!

─¿Dónde se ha visto que un hombre se tenga que planchar los pantalones? ─me recochineaba, remedando a mi abuela, con una sonrisa irónica para encresparla aposta, aunque el contenido de mi pregunta retórica no fuera en serio. Y es que yo, en el fondo, compartía una parte sustancial de su ideario.

La abuela, desde su mecedora, gesticulaba con aprobación. Yo me partía de risa.

Carlota se desgañitaba en defensa de sus principios, golpeándome con sus argumentos como un martillo pilón.

─Ahí os quedáis todas y todos. Yo me largo un rato a tomar el aire ─gritaba con mucho brío.

La batalla terminaba con un portazo y con los ladridos descosidos de Acapulco que, aturdido por el alboroto, se meneaba de un lado a otro, ojos perspicaces, sin saber dónde acudir.

Desde que era pequeño, Carlota siempre me había llamado cariñosamente chulín, que, con el paso del tiempo, se había convertido en Chulín, con una mayúscula inicial que mi hermana masticaba con soberbia cuando le llevaba la contraria. Ella había cumplido los diecinueve y hacía Psicología en la Universidad de Alcalá. Yo, dos años menor, cursaba segundo de bachillerato de ciencias en un instituto del barrio.

La vida era así de entretenida.

La república doméstica dejó a mi madre más tiempo libre. El viejo rey, mi padre, en cambio, que había visto incrementadas sus tareas, se hacía el remolón leyendo el periódico cuando había que poner la mesa.

─¡Papá! ─le recriminaba Carlota─. ¡Que yo también tengo cosas que hacer!

Y el buen hombre se levantaba con gesto contrariado para transportar ─como quien lleva en un trailer un pesado porte desde tierras lejanas─ un plato de aceitunas que, agarrado con las dos manos, depositaba ceremoniosamente sobre el mantel de cuadros granates.

─¡Bueno, ya os he ayudado con los aperitivos! ─sonreía satisfecho y triunfante, como si él solo hubiera puesto toda la mesa.

─No es que nos ayudes, papá, es que colabores. Aquí vivimos todas y todos ─protestaba Carlota.

En fin, la república instaurada en la casa de la Avenida de la Constitución trajo grandes cambios a nuestras vidas. Desde que cayó la monarquía de mi padre y su reinado, la abuela Acracia, siempre tan callada en su mecedora con sus hilos y lanas sobre el regazo, no dejaba de conspirar para defender a su hijo.

─¡Anda, dame eso, zaguán!, ¿qué haces tú cosiendo ese botón? ¿Te he enseñao yo alguna vez a hacerlo? 

Mi padre se las veía y deseaba para enhebrar la aguja, obrar los pespuntes y dar consistencia al botón para que no le bailara la danza mora dentro del ojal.

─¿Dónde se ha visto que ahora tengas que hacer de costurera! ¡Eres un hombre, hijo mío! ¡Un hombre!

Mi madre, que había consumado con la república su propia reconquista personal, abarcaba ahora más territorio y tenía más tiempo para sus variopintas aficiones: La telenovela El secreto de Puente Viejo, merienda de tortitas con nata en El Corte inglés con Nati y Conchita, lecturas románticas de Laura Kinsale o novela policíaca de Stieg Larsson, clases de zumba en Basic-Fit, masajes delicados y aguas termales o pintura al óleo los martes por la tarde.    

 Mientras, mi hermana, que ahora se codeaba con lo más chic de la sociedad feminista, nos daba clases diarias sobre filosofía de la igualdad y del empoderamiento, algo que sacaba de quicio a mi abuela.

─Tenías que estar fregando escaleras, hija mía, que yo a tu edad ya me había echao un novio formal y me había bordao tres mantelerías para el ajuar. ¡Que tiés más retrónica que el tío de los caballitos!

Esto último yo no sabía qué significaba, pero me imaginé que sería uno de esos dichos de mi abuela, de los de toda la vida, como aquel que casi repetía a diario: ¡Anda, gachó, que arrieritos somos y en el camino nos encontraremos!

─Abuela ─le replicaba Carlota─, si todas y todos fuéramos más conscientes, el mundo sería más justo. ¿Por qué tenemos nosotras que llevar la carga de los hombres?

─¡Ay, Carlota! Yo soy de otra época y siempre ha habío ricos y pobres, así que ¿qué?

Era muy complicado desatascar su cerrazón, pero, aun así, Carlota no cesaba de martillearla con su discurso igualitario hasta que mi abuela, rendida a la monotonía de su voz, empezaba a amodorrarse con los ojos cerrados o la cortaba de sopetón con otro de sus dichos proverbiales.

─¡Venga, hija, que te pones más pesá que las moscas!

Unos años después, las moscas, precisamente, me estaban devorando a picotazos en aquella mañana de abril. Estrangulé una sobre el libro de Física. A otra la cacé al vuelo y la guillotiné con el cartabón. Sentí alivio tras haber dado ese escarmiento colectivo. Las moscas siempre me habían parecido el animal más repugnante del mundo.

Entonces llegó mi hermana con su repertorio, pero ahora me traía una canción bien distinta, en blanco y negro.

Foto Kelly Sikkema

─Papá y mamá van a separarse ─me soltó a bocajarro.

─¿Estás flipando, Carlota?

─Creo que la monarquía y la república no hacen buenas migas.

─No te andes con bromas. ¿Qué es lo que pasa?

Me habló de sus discrepancias, de cómo sus mundos coincidentes no eran tan coincidentes, de que se habían precipitado aquella noche de julio cuando, en los años noventa, se conocieron en la discoteca, de que papá y mamá ya no eran papá y mamá, sino dos desconocidos que caminaban por la misma calle, pero en aceras contrarias. Y de que ahora, tantos años después, se habían dado cuenta de que querían caminar solos. O, por lo menos, el uno sin el otro. Cada uno a su aire. A su albedrío.

Yo, de todo eso, ya me había dado cuenta mucho tiempo antes, unos meses después de que muriera la abuela, aunque no me imaginara que las aguas fueran a salirse de sus cauces. Entonces, nos habíamos mudado ya a la Plaza del Progreso, a la casa en cuyo salón me encontraba yo ahora exterminando moscas mientras preparaba el último examen de Física que me quedaba para terminar la carrera.

─¿Y cómo te has enterado? ─le pregunté.

─¿Hay que ser sorda o ciega, Chulín?

Siempre le gustaba hacerse la lista.

─¿Me lo dirás?

Y me lo dijo.

El 14 de abril se consumó el divorcio. La república doméstica de mi casa, que había extendido su geografía parlamentaria a la Plaza del Progreso, se vino abajo por el choque de fuerzas contrarias, lo mismo que los sofás y las estanterías, que la cama matrimonial de un metro cincuenta con sábanas de raso, que la mesa de cristal del salón y la mecedora repleta de ovillos y lanas de mi abuela. Hasta el felpudo de Ikea, lleno de barro y de pies, se vino abajo. Todos y todas, como diría mi hermana, nos quedamos a la intemperie.

Solo mi hermano Ángel, que por entonces cursaba cuarto de la ESO y militaba en el sindicato estudiantil, se atrevió a gritar desde su cuarto: ¡Viva la República! A lo que mi padre, que estaba rasurándose la barba en el aseo a la vez que observaba su rostro alargado en el espejo, contestó: ¡Viva la Monarquía!

Yo, que vivía en terreno neutral, me pasé toda esa noche trayendo y retrayendo recuerdos. Acapulco, mi viejo perro caniche, agazapado entre las mantas, dormía en su mundo canino exento de preocupaciones.

Ese día amaneció bastante nublado.

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