LA CAMA

Relato ganador del IX Certamen «José Manuel Caballero Bonald» del Ateneo de Jerez (2023)

José Guadalajara

Introdujo la tarjeta de la 616 y se encendieron las luces. Enseguida sintió la amplitud eléctrica en las pupilas y un fogonazo de espasmo vertical en el cerebro.

Introdujo la tarjeta y se encendieron también los pensamientos fúnebres, quemados por la volatilidad del desgaste.

Levantó la persiana y se encendieron ahora los objetos inmateriales del recuerdo. Y se incendió la habitación entera de ese hotel de mala muerte que, sin embargo, tenía tarjeta de plástico para abrir la puerta.

Apagó la luz del techo y todo quedó en una penumbra liviana de esencias vegetales.

Cogió entonces la maleta rodante, la puso sobre un descolorido butacón junto a la ventana y descorrió la cremallera giratoria: raíles de una vía férrea recorrida desde aquel pueblo de farolas tristemente apagadas, pueblo de gatos oscuros que trepaban las tapias de graffitis obscenos y que arañaban la noche sin estrellas dentro del callejón. El adiós fue definitivo. Y evocó el cuchillo único de los siete cortes vociferantes, la boca tapada que le mordía la mano, la piel lasciva de las siete heridas desveladas sobre los espesos tatuajes del pecho. Y, enseguida, la huida presurosa, las pisadas de sangre, la turbulencia del corazón, el crimen reciente grabado en la memoria.

Al sacar la camisa, al sacar los pantalones, al sacar los calcetines grises de la maleta, volvió a sacar aquel cadáver anunciado y a escuchar de nuevo el voraz retroceso de las horas hacia la madrugada del jueves, como un ascensor de madera que desciende a trompicones desde la última planta de un viejo edificio. Lo había escuchado también el viernes, a punto de arrancar tras el eco del silbato en la estación de cercanías. Y lo estaba escuchando ahora, como una salmodia mortecina, sábado gris de un mes de febrero con charcos de lluvia sobre los días aciagos.  

Lo fue dejando todo en el armario. Meticulosamente. Acomodó el jersey de lana en la primera percha de plástico que se le vino a las manos. Meticulosamente, estiró el pantalón vaquero y, al colgarlo, un puñado de monedas se descolgó desde uno de los bolsillos. Las recogió del suelo de tablas, dos, tres, cuatro, y persiguió el canto rodante de la quinta bajo la cama. Alzó el filo de la colcha y asomó la cabeza. Estiró el brazo y tocó un cadáver. Era otra vez el muerto que había dejado tirado en el callejón, el muerto enamorado de su amante, como una despreciable moneda de veinte céntimos. La lanzó con rabia al otro extremo de la habitación.

Arropado ya entre las mantas, comprendió que el frenético arrebato de celos lo había convertido en un asesino desesperado. Trató de dormirse. Estaba solo, más solo que nunca.

Eloísa no era Eloísa. Ella no era ella en verdad. Daba vueltas en su pensamiento, como su cuerpo daba vueltas sobre el incómodo colchón de ese hotelucho de mala muerte. No podía dormirse. Había llegado esa noche, ya entradas las horas de marzo, y le habían dado la habitación 616, una cifra sobre la que empezó enseguida a realizar sumas y cálculos adivinatorios. Siempre actuaba así, con esa rigurosa costumbre de actualizar el futuro a través de los números. Lo hacía con las matrículas de los coches, con las fechas de los nacimientos, con los teléfonos, con los billetes de lotería y los cupones de ciegos y hasta con las etiquetas que marcaban el precio de la ropa. Su vida se regía por esa línea recta que recorría a diario con parsimonia.

Foto Cat Crawford

Iba de camino a un congreso internacional de tarot y quiromancia. La noche se le había echado encima y se encontraba muy cansada, con una punzante opresión en las sienes y una molestia lacerante en el pecho. Llovía a raudales entre las curvas y las pendientes sinuosas de la montaña. La carretera estrecha y la vegetación espesa. En el llano, al otro lado de la estación ferroviaria, el letrero luminoso del hotel la había invitado a parar el coche. No dudó.

 Eloísa siempre se había creído otra mujer que, en realidad, no era: una identidad pretenciosa que ella misma se había fabricado desde la adolescencia. La seguridad de su arrogante actitud, la locuacidad ingeniosa y la certeza con la que proclamaba sus ideas eran la fotografía digital de la caricatura que llevaba dentro.

Serían las dos aproximadamente. Las dos y tres minutos en el reloj que siempre traía consigo y que había dejado sobre la mesilla. Se cercioró: las dos y tres minutos de la madrugada. Dos más tres eran cinco. El pentágono. Número favorable para los viajes, los cambios, las transformaciones y las nuevas experiencias. El cinco.

La almohada le incomodaba. Demasiado alta y compacta. Antes de acostarse, se había tomado un analgésico. Con los párpados cerrados, buscaba la concentración de un místico y la relajación suficiente para entrar en un sueño profundo. Se sentía aturdida y sin fuerzas. La cama se le hacía estrecha y un olor vegetal impregnaba aquel reducido espacio de la habitación. Notó entonces una respiración agitada junto a su oído derecho. Se sobresaltó. Estuvo atenta. La respiración continuaba. El miedo le coaguló las arterias. La respiración continuaba. Sacó una mano presurosa y pulsó el interruptor de la luz: un fogonazo vertical le arrasó el cerebro. Se levantó y abrió las puertas del armario; después, con los latidos pujando por abandonar el corazón, miró debajo de la cama. Todo vacío. Se tranquilizó y volvió a arroparse con las mantas, como si estuviera en un refugio ubicado a la intemperie. Siete minutos después, la misma respiración, un prolongado y áspero resuello perforándole el canal auditivo para llegar intacto hasta el tímpano.

A las dos y tres minutos de la tarde, la asistenta, irritada por la tardanza en desalojar la habitación, se decidió por fin a abrir la puerta. Dio un grito estridente y corrió escaleras abajo. Eloísa ya no era Eloísa.

Cuando introdujo la tarjeta en la ranura, una lucecita verde se encendió bajo el picaporte dorado. A su lado se encontraba Paula, que miró fugazmente hacia el interior a través de la abertura entre la puerta y el marco. Oscuridad. Las hormigas le corrían por la piel excitada, y eso que Alonso le había dicho mil veces o más que no le gustaba esa metáfora.

Foto Amresh Sinha

Era un atardecer plácido de junio.

El resplandor de los focos cayó con verticalidad hiriente en las pupilas. No era una luz acogedora ni propicia, lo mismo que el caduco mobiliario ─un ropero viejo, un rancio butacón estampado y una mesa pegada a una pared─ o la excesiva blandura del colchón. Pero a Paula lo que de verdad le importaba eran esas juguetonas hormigas que le correteaban entre las ingles y que se le subían hasta las comisuras de los labios encendidos.

Ni siquiera deshicieron las maletas. Las dejaron arrinconadas junto a las cortinas y comenzaron a besarse.

─Hay que tener mucho cuidado ─le previno.

─Anda, tonto, no te preocupes.

La carretera venía tranquila. Tras la ventana, destellos verdes en disminución y trazos de agua entre los vertiginosos riscos. Un pastor azuzaba el ganado y un coupé rojo se detuvo bajo la arboleda. La silueta del conductor apenas se distinguía.

Ella le desabrochó el cinturón. «¡Ay, como me comen estas hormiguitas!». Ya no había luz en el cuarto, salvo los reflejos rojizos que atravesaban los cristales.

Abrió la puerta del coche.

Entre las sábanas, el roce de la piel excitada emitía una transparencia acústica. La silueta cruzó la carretera sinuosamente, evitando pisar las recientes bostas de las vacas sobre el asfalto. La insistencia del corazón aceleraba los latidos compartidos. Ella miró hacia arriba, tratando de apresar en su cerebro toda la rústica arquitectura del edificio. El pulso, a esa hora incierta, tenía nombre de poeta. El hombre del coupé rojo no era precisamente un hacedor de versos.

─¡Cómo me gustas, cariño!

Iba vestido con un pantalón oscuro y una camiseta negra. En el bolsillo de atrás, la cartera esconde un carnet falsificado. Nada más entrar en el hotel, se encontró con los ojos de la recepcionista tras el mostrador. Lo recibió con una sonrisa correcta y unas formas educadas aprendidas en el colegio de monjas. El hombre del coupé rojo no se afeita nunca. A la recepcionista no le gusta esa barba tosca y desaliñada.

─¿Una habitación?

Miró el reloj de soslayo. La cama de la 616 anuncia ya dos muertos prematuros. Dos muertos que aún están vivos. Dos vivos que no saben que, en menos de tres minutos, estarán muertos. Dos muertos que palpitan. En la cama de compacta almohada donde duermen los insomnes hay un hormiguero destapado y dos cuerpos desnudos que juegan a las acrobacias del deseo.

Cuando sale por la puerta de atrás, al hombre del coupé rojo se le desata un zapato.

Todo era muy raro.

Raro de verdad: el joven recepcionista de voz aliñada, las largas patillas en punta del dueño del hotel, la patética cabeza de venado en la entrada, las escaleras que sonaban a grillos, la habitación 616.

Se sentía extraño en aquel lugar desde que traspasó la puerta de dos hojas. Traía un maletín repleto de facturas y un listado enorme de proveedores. Iba de paso por aquellos contornos y la noche se le echó cerrada bajo la neblina de septiembre.

Se sentó junto a la ventana, en un viejo butacón que le pareció sacado de algún palacio dieciochesco en ruinas. Desde ahí, emplazó los ojos hacia el techo y sintió un impulso vertical que le produjo náuseas. Entre las manos, un bocadillo de jamón de dieciocho euros el kilo. Con la lengua trataba de extraer una fina hebra de tocino que se le había metido entre los molares. Bebió un trago de cerveza para desatascar el gañote. Entonces se acordó de su madre: noventa años haciendo ganchillo bajo la ventana. Noventa años en la misma postura de siempre, con el mandil negro y la redecilla en el moño.

Todo era muy raro.

Miró el reloj Festina que perteneció a su padre y se dio cuenta de que las agujas marcaban ya las diez de la noche. Fuera lloviznaba. Hizo una bola con el papel de aluminio que había servido de envoltorio al bocadillo y la lanzó a la papelera. Falló el tiro. No era Michael Jordan. Se levantó fastidiado y fue a recogerla. Al agacharse, distinguió una moneda de veinte céntimos en un rebaje de la madera del suelo. La agarró como un tesoro. «¿Quién la habrá perdido?».

Foto Jeremy Wong

Volvió a intentarlo y esta vez acertó de pleno dentro de la papelera.

¡Qué raro era todo aquello! Hasta la cama no parecía una cama. Era más bien un desolado catafalco. No le gustó ni el colchón ni la almohada ni las flores invernales de la colcha, que tenían un aire a flores mustias de cementerio.

Antes de ponerse el pijama, se lavó las manos. Se enjabonó y se aclaró. Se secó. Volvió a enjabonarse y aclararse. Se secó. Se enjabonó de nuevo y se aclaró. Se secó. Repitió cuatro veces este mismo ritual hasta que, a la quinta, se frotó la cara con las manos mojadas y volvió a secarse en la toalla de felpa. Estiró meticulosamente los pliegues sobre el toallero.

Se desató los zapatos: se quitó el derecho con lenta perseverancia. Luego, el otro. Los puso al pie de la cama con mucho sigilo, pero antes, como hacía siempre, dio dos suaves golpecitos en el suelo con el tacón del zapato derecho; a continuación, tres con el izquierdo. Cinco, un número que le gustaba, pues, según decían, daba buena suerte.

Abrió la cama y observó atónito tres motitas negras sobre las sábanas. Se acercó y empezaron a corretear ligeras, como estimuladas por la luz reciente. ¡Eran hormigas! Con el pulgar las fue reventando una a una, con una complacencia diabólica. Rebuscó para ver si encontraba otras.

Acurrucado ya bajo las mantas, después de haber matado también la luz del techo, le dio por trazar oscuras fabulaciones. Le pareció que dormía sobre una montaña virtual de cuerpos de diferentes épocas, cuerpos que habrían reposado en otras muchas noches sobre esta misma cama. La idea se convirtió, a fuerza de querer dormirse, en obsesiva. No lograba conciliar el sueño. Se removía inquieto en todas direcciones. Empezó a sudar. ¿Qué hombres o qué mujeres habrían apoyado sus cabezas en esta almohada en la que ahora él apoyaba la suya? Se le representaron extrañas vidas ajenas, miedos encerrados, manías inconfesables, escenas de sexo salvaje, conversaciones íntimas, secretos de familia, pensamientos obscenos y hasta crímenes rituales.

Recordó entonces el caso de un joven homosexual al que la policía había seguido la pista por esta zona después de que hubiera matado a puñaladas al amante de su pareja. Lo habían capturado hacía dos meses. Al parecer, se alojó, en su huida, en un hotel ubicado por estos parajes. ¿Habría sido en éste? ¿Habría dormido en esta misma habitación? ¿En esta misma cama? ¿Se habría cubierto con estas mismas sábanas?

Sintió un latigazo seguido de un escalofrío.    

Tardó más de tres horas en dormirse, entre sudores y arrebatos de pánico. A las cinco de la mañana se despertó con un sobresalto. Distinguió en la oscuridad el rostro demacrado de su madre de noventa años haciendo ganchillo en la mecedora. Y, desencajado, como si el crimen se estuviera repitiendo ahora en esta misma cama, volvió a revivir las convulsiones de la anciana mientras le apretaba con fuerza la garganta.

Todo era muy raro.

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