En París hay una plaga de ratas y de chinches, pero en el Sena las barcazas de los turistas se miran en las dos torres de Nôtre Dame, aún en obras. Llegan las Olimpiadas al Louvre y Da Vinci se estremece en la sonrisa de su dama más famosa y contemplativa. Bouguereau, en el Orsay, pone estampas de fascinación sobre las pupilas de Venus, que posa en su desnudez sensual para los visitantes. Largas filas ascienden la pendiente del Sacre Coeur y contemplan la ciudad de la luz a lo lejos.
Sentado en un café de Montmartre, observo rostros de fascinación mientras anoto en mi diario esa palabra que me conmueve.
Después, me subo al avión y regreso.
Sutil mirada hacia la ciudad que respira arte para llenar los pulmones de los escritores despiertos.
El escritor es un ser siempre despierto, un noctámbulo de la palabra.
Las plagas y su desasosiego y la belleza y su luz – siempre en competencia – contrapuestas a vuela pluma por un estoico-epicuro (más lo segundo) disfrutando de París.
Un epicuro de las palabras y un nostálgico del arte.
París, la ciudad que brilla a pesar de todo. Da igual que veas la luz o te rodees de la más absoluta oscuridad. Al final su brillo te cegará.
Buen regreso. Ahora, supongo, a adaptarse a la realidad de nuestra rutina.
Un abrazo
Rosa
La rutina también tiene su luz y su sombra. Mi rutina de leer y escribir es una rutina que lleva un París dentro. Gracias, Rosa.