La luz de Christine

Una pionera del siglo XV

José Guadalajara

Imagen de cea+ (CC BY 2.0)

Christine, junto a la ventana, evoca a Étienne, muerto hace tres días a causa de la peste. Aún no sabe que, mirándose en su propio espejo, escribirá tiempo después La ciudad de las damas. Christine ha de cuidar ahora de sus tres hijos, de su madre y una sobrina. Se ha quedado sola. Hace tres años también perdió a Tommaso, su padre. Es inteligente y luchadora; habla italiano, francés y latín. Lee y escribe. Pero está sola, porque echa mucho de menos a su esposo.

Con cuatro años, dejó Venecia, su ciudad natal, y se trasladó a la dulce Francia con su familia. Tommaso de Pizanno, que tantas enseñanzas le transmitió y tanto la quiso, se convirtió entonces en consejero, médico y astrólogo del rey Carlos V. De vez en cuando, la envuelven los recuerdos. De vez en cuando llora, pero es fuerte, si es que el llanto puede considerarse una debilidad.

Al fondo, empañados entre lágrimas, se vislumbran los tejados de las casas de piedra, los portillos y puertas de la muralla, la torre de la halconería y las sobrias almenas del castillo del Louvre. Christine distingue a varios centinelas que, bajo el frío y la llovizna, caminan a paso firme a lo largo del adarve con sus lanzas y capacetes. Más allá corre el Sena entre la neblina de diciembre. Dentro, en su corazón, entabla un diálogo imaginario. Las gotas resbalan sinuosas por el cristal.

«Solita estoy junto a una puerta o a una ventana, solita estoy en una esquina recostada, solita estoy alimentándome de lágrimas, solita estoy, sufriendo o descansando, solita estoy, nada me place tanto, solita estoy encerrada en mi cuarto…», acaba de escribir en un poema, añorando a Étienne de Castel, con quien se casó por amor y no por interesadas alianzas familiares. Llevó una vida feliz durante diez años, y su muerte la ha sumido en una desdicha oscura llena de pájaros melancólicos.

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Cristina acaba de comprar La ciudad de las damas en una edición moderna editada por Siruela. Nunca había oído hablar de ella, de esa otra Cristina del siglo XV que pleiteó incansable para reclamar la herencia de su esposo, que sacó adelante a su familia, que se negó a ingresar en un convento y que se convirtió en la primera escritora profesional de la historia y en una pionera en la defensa de la mujer.

British LibraryTrata de imaginársela en su estudio palaciego, con los folios de pergamino y el cálamo mojado en tinta de agalla, trazando enrevesadas caligrafías góticas para domeñar la energía de sus pensamientos. Sabe que Chistine piensa que, si enviaran a las niñas a la escuela igual que a los niños, aprenderían todas las artes y ciencias lo mismo que los hombres. Está segura, porque ella misma, como sus dos hermanos, ha sido instruida por su padre Tommaso. La ve vestida de seda azul, con un tocado blanco de dos puntas, frente al pupitre, tal como se la representa en las miniaturas de los códices que conservan su obra. Cristina se ha quedado impresionada con su vida.

¿Su vida? Ahora ha cumplido los treinta y cinco, vive con su madre en Madrid, en el barrio de Arganzuela, y Carlos Munt, ingeniero de caminos, canales y puertos, la espera otra tarde más en el Café Comercial. Carlos está casado con «una bruja», pero, según le asegura, se encuentra a punto de divorciarse. Así lleva meses, esperando a que la bruja, a horcajadas sobre su escoba de esparto, salga volando hacia algún aquelarre. Bromeando, se lo cuenta a Dora, su madre, que la mira con incredulidad y que le advierte de que no le gusta que ande con hombres casados.

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La vida es negra y blanca… y pasan los años. Coge el cálamo y escribe otra balada. Le gustan los versos y ha conseguido una buena reputación como escritora. Además, se gana el sustento con ello y recibe encargos hasta de la reina Isabel de Baviera. Después conversa en los libros con Giovanni Boccaccio, Jacobo de Cessolis y Vincent de Beauvais y, frente al espejo, enfadada con Jean de Meung, que se mofa y burla de las mujeres en su continuación del Roman de la Rosa, ha pensado construir su propia ciudad alegórica.

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Cristina lleva también unos cuantos meses rediseñando la suya. Ha vivido siempre en una vergonzosa oscuridad, oculta detrás de un espejo para no descubrir su rostro más auténtico. Pero sabe que hoy mismo va a asomar la verdad y que la luz creciente del mediodía se le encenderá dentro.

Christine o Cristina hablan ahora con voz de seis siglos a su madre Dora. Le cuenta que Carlos no es Carlos, mamá, sino Carla, y he decidido cambiar de vida e irme a vivir con ella al barrio de la Arganzuela.

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Christine de Pisán ha tenido en ese instante una extraña visión, surgida de su indomable voluntad de transformarse aún más en ella misma:

«De repente vi bajar sobre mi pecho un rayo de luz como si el sol hubiera alcanzado el lugar, pero, como mi cuarto de estudio es oscuro y el sol no puede penetrar a esas horas, me sobresalté como si me despertara de un profundo sueño».

En la ciudad que ella imaginó, las huellas dejadas por sus pasos abren caminos en una tierra herida por los años.

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Cristina ha hecho su maleta, ha bajado despacio la escalera y, al salir del portal, la luz del amanecer le ha alegrado los ojos.

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